La hostilidad como actitud aprendida y la elección como alternativa
Me parece que he mamado desde pequeña esa hostilidad, en menor o mayor grado, que sale a chorro contra alguien o contra varios cuando no es o no son como uno quiere, espera, desea que sea o sean.
Sí, esa hostilidad que puede pasar por un simple pensamiento despectivo o de desprecio, a un juicio peyorativo interno o verbalizado, expresiones groseras, insultos, discusiones, peleas…
Lo más usual es que no todo el mundo nos caiga bien, nos guste, nos complazca y tengamos ideas afines, busquemos las mismas cosas, luchemos por la misma causa, etc. Más bien vamos topando, viendo, escuchando, la forma de ser y hacer de otras personas que difiere mucho de la nuestra.
Ante tal hecho, es corriente acabar con la sensación de decepción, frustración, enfado, rechazo… (¿a alguien le suena?). Bien, pues he comprendido que es tan fácil como darme cuenta que una determinada persona o grupo de personas puede que no me guste por su “onda”, sus intereses, su conducta o el motivo que sea, y con tal de ser consciente de ello y NO AÑADIR nada más, es decir, ni ideas como “Son unas tal y cual”, “¿Qué se han pensado? Blá, blá, blá…”, ni sentimientos agresivos o iracundos, sino en lugar de eso HACERME CARGO DE MÍ, de mi necesidad, de lo que quiero, de lo que busco, entonces la tendencia a la hostilidad disminuye o desaparece.
Dicho de otro modo, si algo, alguien o varios individuos no me gustan, sólo tengo que darme media vuelta tan pronto como pueda y marchar, y en todo caso si no puedo salir de la situación, ocuparme más en construir lo que quiero que en destruir lo que no quiero que supone una grandísima pérdida de energía y de salud física-mental-emocional.
Aunque pueda cambiar muy poco o nada lo que sea con lo que discrepo, sí puedo ocuparme en no perder o perder lo mínimo posible mi paz personal, ¡todo un arte!
Mª Rosa Parés Giralt